Los beneficios de la piel


A Mariana le gusta dejar todo a la imaginación, y aquí, que somos todos unos imaginadores profesionales, aprovechamos la oportunidad para llenarnos los labios de intriga cuando Mariana se viste de puta. Yo, particularmente, soy quien más se exalta por las curvas y rincones sin salida que su morena piel me ofrece, con las dos manos me hago un nudo en la cintura desde los cabellos arremolinados que nacen de su bronceada nuca y sin respirar salto, al encuentro con los hombros romos de los que nacen una pierna chueca, un ojo dislocado, dos dedos confundidos, una tercera boca que combina con la que está en la cara y la otra por encima del ombligo. Con una mano se sostiene el negro seno, del cual nace la pierna escandinava que para nada combina con el resto de su deformidad, el pie cae sobre la vagina y la aplasta con sus siete frágiles y cadavéricos dedos de aspecto hediondo, el torso extendido señala a la primera de las sonrisas, que late desde el cuello hasta las nalgas, que se posan sobre el cabello enredado en el también desnudo pene.

Mariana empieza a quejarse de la luz, el mal aspecto de la fotografía está en culpar a la luz, nunca confié en estas polaroid y su instantaneidad, pero tampoco puedo confiar en ella y sus curvas cortadas por las articulaciones rotas y las puntas del fin del hueso. Posa de manera diferente, ahora el negro seno se multiplica y se enturbia alrededor de sus labios, mis dedos se accionan enloquecidos, marcando flashes y flashes estroboscópicos y radiográficos, Mariana se mueve extasiada como si cada relámpago significara un orgasmo, se agita, le caen pesadas gotas de sudor en lugares adonde mi imaginación no alcanza a dilucidar.

“La ventana de atrás”, se queja, la luz, la bendita luz está mal enfocada, no está subrayando la perspectiva acordada, no está surcando la espalda y las mejillas como habíamos quedado, le está distorsionando los pezones y las uñas.

-Estás empezando a irritarme—le comento mientras cambio el rollo de la cámara y me acerco para cubrir cortínicamente la lucecita del carajo.

-¿Mejor?—le espeto.

Ella se limita a asentir y yo a continuar con la sesión.

-Ponte de lado, para captar desde la vesícula biliar hasta el fin del dedo meñique.

Ella sigue mis indicaciones al pie de la letra, cuando quiere lo hace, cuando no, se niega con sus maneras sombrías a cumplir las fantasías anatómicas que mi cámara exige. Vuelve a contorsionarse, no lo comprendo del todo ahora que le removí el flash, probablemente hay cierto placer en la desnudez, en las frivolidades de caminar en pelotas por la calle del medio, mientras todos te ven y señalan boquiabiertos, ojicerrados, culoexpectantes, esas formas son de gente necia que tiene miedo a su propia imagen en el espejo. Ni de gordas ni de monstruosidades, la más terrible de las fealdades se lleva en el occipucio.

-Enfócame aquí, aquí, dónde me gusta—me exige Mariana agarrándose el lumbar con la cadera izquierda.

-Necia, necia, ten paciencia, acá el fotógrafo soy yo—agregué, abriéndole de piernas para vislumbrar mejor las muelas.

Ella se dejó toquetear por mí, el cazador de imágenes, confiaba en mi profesionalidad, en mis laxas intenciones de violación, perversión y posesión, en la incapacidad de mis dos manos para condensar sus múltiples cavidades. ¡Ay de ti, Mariana, que crees en vano en este lente de cámara mientras el ojo que atrás todo lo ve crea constelaciones de carne en tu útero!

Se doblega hacia atrás, entreabriendo la boca que está en su rostro, sus labios de vulva, gruesos, dejan entrever el piercing que se colocó el mes pasado, las pupilas le cae pesadamente, casi malintencionadamente.

-No aprietes los ojos, no se ve natural.

-No los estoy apretando.

-Los estás apretando, el fotógrafo acá soy yo y sé cuando se aprietan unos ojos.

Se ofuscó, cubriéndose el olecranon con la tabaquera.

-¡Coño, pero no seas necia, además de que tienes ojeras tengo que soportar que te cubras tus partes?

-No tengo ojeras, es la luz que no me abriga bien.

-El fotógrafo acá soy yo y sé diferenciar las ojeras de las sombras.

Se calló de nuevo, pero ahora no se cubrió nada, me quedé un momento contemplándole las extremidades, eran una, dos, tres, cinco, pulposas, con ventila, con pelotes larguísimos que recorrían de arriba para un lado y de ahí para abajo. Empezó a envolverse en sus propios pelos para cambiar la toma, corregí la orientación, la velocidad de obturación y cambié la lente por una con mayor enfoque. Dejé que se tomara su tiempo en ceñirse, encerrarse, en crear ese extraordinario cerco secreto del que me desvié un instante, concentrándome en dos pequeños cuadritos que pendían de la pared de atrás, justo a un lado de la ventana, que por cierto ya me hartaba, porque desde que llegué había estado abriéndola y cerrándola, cortineándola y luminizándola, eran cuadritos humildes, de 4 por 4, uno con un fondo anaranjado y una figurita echa de pocas líneas que simbolizaban una cabeza, piernas y brazos; el otro cuadro, un poquitín más detallado, mostraba un seno cuneiforme en el medio, atrás un celeste cielo celestial, con dos nubes de algodón, adelante tres hombres sentados en posición de descanso, meditativa, un arma muy grande, un vaso muy pequeño.

-Espero que me estés captando bien el ángulo.

-Tranquila, intento concentrarme, necesito inspirarme para encontrar la raíz de lo que intento proyectar.

-¿Y si te digo cosas sucias?—me preguntó con gesto sugestivo.

-No, no, por favor…

Algo de música, eso a todos nos inspira en la constelación del imaginativo, algo de ron, algo de hierbas, cada fotografía es una galería de fantasmas digitales, un dígito de sombras sonrientes. Estoy esperando en vano a que Mariana me suspire una codicia, que se apure, que se apure, que no se quede estática y con las piernas informes sobre la “cosa esa”: Tomé una fotografía más, sólo una más, saqué el papel de la cámara y lo dejé a un lado, esperando a que se revelara, coloqué sobre la mesa la pesada cámara y tomé asiento frente al cuerpo multifacético de Mariana, ahora desnuda, ahora emputecida.

-¿Y bien?—me preguntó.

-Cuando hay un dejo de humanidad…—empecé, arremangándome la camiseta— Es lo más humano que jamás nadie verá.

Ella asintió en silencio, quitándose el traje de desnuda puta y colocándose las botas de vinilo.

-Gracias por la sesión—me dijo.

-Gracias a ti—le contesté yo, mirándole fijamente la esclerótica.

Y entonces me dejó solo, en la habitación, con las fotos, las cuales empecé a ojear incluso antes de que terminaran de revelarse, en ese preciso instante en que se encuentran transitando el limbo entre la realidad tangible y el espectral ilusivo, se degradan en sentido contrario, se mejoran. Me quedo tanteándolas, observando mi obra, el trabajo de horas y horas en continuo movimiento del dedo índice, qué bien que he captado la forma de la ventana.

Me gusta dejar todo a la imaginación.

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