El Titiritero

En mi último viaje de placer me topé con un libro muy interesante que dejó en mi haber un buen amigo, está en inglés y fechado el dieciocho de enero de 1835, a simple vista no parece muy interesante puesto que no es más que un simple libro acerca de las invasiones de Avalón que se dieron en Arcadia a mediados del siglo pasado. No hay nada entre sus párrafos que diste mucho de un libro cualquiera de historia, aunque a ti podría interesarte esto en particular porque sé de sobra lo mucho que esto te apasiona. Ahora esperarás que vaya al punto y te diga lo que a mí me ha parecido interesante del libro, porque sabes tú de sobra lo poco que me interesa todo esto. Pues bien, el libro, al parecer, pertenecía a un tal Alan Bardo, mayor de la novena división de infantería de la real armada de Avalón, descendiente de algún soldado parte de las invasiones originales.

Empezando por el hecho de que ya de por sí es intrigante poseer un libro cuyo dueño fue descendiente de un protagonista de su propio contenido, están, por otro lado, las notas que este dejaba a pie de página y en aquellas hojas donde el espacio en blanco lo permitía. El mayor Bardo parecía ser un aberrado psicológico, colocaba citas bastante blasfemas, algunas abstractas, fuera de contexto y aún así escalofriantes. Te confesaré que leer sus anotaciones de noche, aún a luz de vela, es una experiencia turbadora.

Lo más interesante y perturbador del libro son una serie de dibujos que, deduzco, realizó el mayor en el libro. Son cuerdas, estas “enlazan” palabras importantes o momentos clave relatados dentro del libro de historia. Es difícil de explicar si no lo ves por ti mismo, ¿cómo decirlo? A ver, por ejemplo, cuando se comenta acerca del 13 de Abril, cuando los avalones entraron a través de la costa de Arcadia hay más cuerdas rodeando el evento, más cruces de cuerdas, las cuerdas son más gruesas y las anotaciones a lado y lado se hacen más paranoicas. Escribe cosas como: “él no quería hacerlo, no quería” o “aquello fue una masacre forzada, forzada por las cuerdas y aquellos que las manejaban”.

No quiero entretenerte más, profundizaré más en este asunto y volveré a escribirte una vez encuentre algo más que resaltar, que no dudo lo habrá.

Abrazos.

25/05/1925

La primera vez que escuché hablar de esta hipótesis no hice más que estallar en carcajadas. ¿Podrías acaso creer en que tu libre albedrío es sólo una ilusión? ¿Me creerías si te digo que tienes el cuerpo tan amordazado como las palabras de este libro? Mejor será zanjar este tema, créeme. Zanjarlo y enfocarnos en los próximos carnavales. Esta vez nos enfocaremos en los intestinos.

Abrazos.

05/06/1925.

Siempre me han gustado las imágenes circenses, surreales, bizarras. Hay una que siempre me llega a la mente cuando escucho a Liszt o a Saint-Saëns: ¿recuerdan esa del maestro de ceremonias en medio de la feria anunciando las últimas deformaciones del ser humano? ¿Las más horribles aberraciones y monstruosidades que la sociedad haya parido? Mujeres barbudas, hombres los haya muy grandes o muy pequeños, personajes de lo más variopintos, con tres ojos, con treinta dedos, con dos bocas, sin nariz, con dos cerebros, con medio cerebro, podridos por dentro, podridos por fuera, chinos, rumanos, gitanos; esas son las imágenes que tengo. La música es importante, es la que da el ambiente; Saint-Saëns sabía de ello, su obra maestra –para mí-, “Le Carnaval des Animaux”, es una compilación espectacular de lo circense, lo bestial, lo asqueroso, mundano, profano, sucio, odioso, feo de la sociedad. Todo aquello que es repelido por el sistema se convierte inmediatamente en pieza útil en un carnaval o en un circo. ¿En qué mejor lugar encontraremos al hombre más feo, al más fuerte o al más peludo?

Es como todo, cuando actuamos de manera lasciva, dantesca, sádica, somos carnavalescos, circenses. Pongamos por un segundo al mundo en un microscopio, ¿qué vemos? Hombres divididos en grupos por color, estatus; negros que odian a blancos, blancos que odian a negros, pobres que envidian a ricos, ricos que desprecian a pobres, judíos que no encajan en ningún lado, ¿y las aberraciones? Estas están separadas de todos los otros grupos que entre sí se detestan. Las aberraciones encuentran entre ellas, en la carpa del circo, en el acuario y los elefantes de Saint-Saëns un ‘yo’ común que los identifica. Las aberraciones son negras, blancas, amarillas, rojas, judías, antisemitas, ellas hacen su trabajo: representar todo lo que está y siempre ha estado mal.

Imagino al mundo, en su visión microscópica, como a una gran carpa de circo, incluso como un stand de marionetas, tú y yo somos todos títeres. Revísate los hombros, ¿ves las cuerdas? Casi nadie las ve.

Mírenme, soy un ser muy sucio, deforme, me gusta el sexo, sexeo, el alcohol, soy un lector prófugo de poesía erótica alcoholizada. Puedes borrar mis cartas, herirme, esconderme y matarme, ¿pero puedes acaso borrar de tu mente la imagen de mi cuerpo desnudo? ¿Por qué si somos tan erráticos e inmundos, tan deseosos de carne y vino no le ponemos nombre al circo? Propongo uno: mendacium, “el fabuloso circo de las mentiras”. Nombre encantador y descriptivo, instintivo y soñador, nombre de piano tecleándose a sí mismo, de xilófono, del rey del carnaval de París.

Puedo recordar vívidamente aquel día cuando, durante las celebraciones del carnaval de Bielsa, Don Antonio me regaló el libro andrajoso que relataba la historia de las festividades. Inmediatamente llegó a mí esa sensación, fantástica por cierto, de estar ahondando en algo misterioso, antiguo y lleno de secretos. Este tipo de situaciones crean en nosotros una emoción muy profunda e incluso mórbida que es difícil de explicar, y aunque por supuesto no encontré ninguna fórmula mágica o conjuro deshonroso que utilizar, me vi inmerso en las más oscuras, alevosas y repulsivas actitudes humanas. La verdad, cabalgaba a lomos de un l’amontato, me vestía de señorita, me pintaba los labios y salía al pueblo a que me vieran y me piropearan, corneaba las nalgas femeninas con mis cuernos de tranga, berreaba, fornicaba con todas y cada una de las vírgenes pueblerinas, con las campurusas, con hombres, mujeres, cabras, caballos, osos, ovejas; luego hacía arder algún sacrificio, me bañaba en sangre, me burlaba de la belleza y abrazaba la fealdad, besaba y arrancaba los labios de la mujer más horrible del pueblo, esa de ojos saltones y bizcos, de nariz en forma de nabo y labios como picados por avispones, de verrugas en la mejilla y la barbilla, de pelos desordenados en las axilas y ríos de baba al hablar. Había alcohol, sexo, muerte y rutina en mi fabuloso libro de los cuentos de hadas.

Mis primeras impresiones fueron excitación, entusiasmo, borrachera. Harto ya de ver siempre la misma cara de la humanidad, ésta horrible y bacanal existencia me mostraba los más ocultos secretos del espíritu, los miedos, las tentaciones, la verdad. Los trangas, los travestidos, las malévolas ancianitas, los demonios, todos eran exteriorizaciones del espíritu humano, esa fue mi verdad por esas fechas. ¡Qué cosa tan podrida!

Entonces quise ahondar más en el tema, una poderosa sensación de necesidad me carcomía el espíritu. A quien alguna vez haya sido adicto a algo y lo haya abandonado sabrá lo que es el síndrome de abstinencia; ese terrible persecutor vomitivo, irrisorio, que te pone en la encrucijada de volver a ser un adicto o cortarte de un tajo las venas. Así me sentí cuando terminé el andrajoso libro del carnaval; además, las festividades habían pasado y, de repente, tan pronto como vino se fue, las personas volvían a caminar a dos piernas, los hombres vestían de manera masculina, algunos de traje y llevaban bigote, las mujeres de nuevo mozuelas, con enormes sombrillas que les cuidaban el blanco cutis del sol oprobioso del Bal de Bielsa; las ancianitas de nuevo cojas, con bastón o muertas, los niños con la cabeza dentro de lo normal, sin deformaciones, sin cuernos, sin patas de cabra. Me dieron ganas de vomitar, yo quería más y no estaba dispuesto a esperar un año entero o una vida entera para encontrar un nuevo secreto en un nuevo libro, no aceptaría olvidar los misterios de esta para redescubrirlos de nuevo, como noveles, en la vida próxima.

¿Qué hay en esos dos días de carnaval que nos hace tan pero tan humanos? Empecé a pensar sobre este asunto y llegué a la conclusión de que esto que identificamos como “aberraciones” es, en realidad, nuestra verdadera naturaleza, la naturaleza primigenia, pagana del ser humano. Antes de las leyes, de las religiones, antes de la ética y la moral, antes de pensar y razonar. El razonamiento trajo consigo una cancerígena cárcel, sólo así podría explicar el porqué en sólo dos noches podemos expulsar el hedonismo contenido de trescientas sesenta y tres noches más. No es basura, es oro puro, es una máquina del tiempo. No pretendo justificar la hipocresía humana pero, sinceramente, todos seríamos más felices si tan solo fuéramos nosotros mismos. Así, sudorosos, carnales, fornicando unos con otros en un enorme océano de piel, fluidos y demás reminiscencias. ¡Qué imagen tan asquerosa! ¿No es así?

A los días de mi búsqueda murió Don Antonio, cabe destacar que era un belsetán importante, y por lo mismo, codiciado; la mayoría de sus bienes se pusieron en venta puesto que no contaba con familia, al menos no conocida, e inmediatamente las masas se arremolinaron sobre sus pertenencias con las garras afiladas. No sé qué pasa en las pequeñas comarcas que cualquier acontecimiento, por nimio que sea, atrae la atención de todos y se convierte inmediatamente en quehacer mundano; yo no seré la excepción.

Buscaba más de lo mismo, pero sólo veía muebles, libracos de historia que bien podría encontrar en el ayuntamiento, notas a familiares y amigos, correspondencia, detalles, detalles. Hurgué, en la medida de lo posible, y al final terminé llevándome toda su correspondencia y dos libros que, más por andrajosos que por interesantes, tomé de las manos del organizador. Esa sensación de abstinencia me había estado usurpando las últimas semanas y, por primera vez en días, sentí alivio. Arrojé todo al suelo, sentado a un lado del Barrosa y contemplé mis adquisiciones como quien se encuentra consigo mismo luego de años de estar encerrado en una habitación sin luz ni espejos.

En ese momento mi mente encontraba y dilapidaba mil y una maneras de abstraerme de nuevo a ese universo infinito de posibilidades, abarcadas todas por la añeja literatura de un viejo aragonés ya muerto. De aquellos dos libros llamaron mi atención dos cosas; la primera, una galería de imágenes de lo más bizarras, eran todas daguerrotipos, tomadas quizás por el mismo dueño. Estaban organizadas por hileras, clasificadas por desagradables títulos como: “enfermedades, mutaciones, accidentes, heridas de guerra”.

Me encontré entonces con una colección bastante completa de hombres con los rostros repletos de pústulas, con las tripas afuera, sin rostro, sin boca, bizcos, faltos de un brazo o de una pierna, con heridas abiertas llenas de gusanos, con las lenguas convertidas en un criadero de moscas, con un dedo de más, un pie de más, un ojo de más, decapitados, desollados, y a todo esto lo acompañaba una melodía de Chopin saliendo del gramófono apostado en la esquina más oscura de mi habitación. De cualquier manera y aunque mucho me excitaba todo esto, lo dejé a un lado, mostrándome también interesado por lo encontrado en el otro libro: un índice sumamente elaborado acerca de obras paganas. Supuse que este tipo de literatura no era algo que pudiera encontrar en el ayuntamiento de Bielsa, capaz ni siquiera en el de Barcelona o Madrid. Me llegó otra duda: ¿Habría Don Antonio llegado a realizar este índice con la intención de que alguien más, en un momento como este, legara de él ese espíritu podrido, sádico y enfermizo? Quizás no era un índice leído sino uno a encontrar, como una lista de mercado.

Demarqué con carboncillo las obras, por cuyo título, mi atención más se estimulaba, entonces tomé la correspondencia. Ojee una docena de cartas entre Don Antonio y un tal Cornelio Zorilla, todas ellas banales monólogos de Don Antonio en sus viajes de placer por el mundo. Sin embargo, una llamó mi atención, en el sobre había dos papeles con dos diferentes fechas. La primera carta databa del veinticinco de mayo de 1925 dirigida a Cornelio Zorrilla, y estaba escrita a las prisas con una caligrafía tosca y entrecortada:

En mi último viaje de placer me topé con un libro muy interesante que dejó en mi haber un buen amigo, está en inglés y fechado el dieciocho de enero de 1835...

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